La oportunidad perdida de Colombia con el relator Michel Forst

por | 19-02-2020

Descalificando el mensaje y al mensajero, Colombia no logrará convencer a la comunidad internacional de que la situación de los defensores y líderes sociales no es grave. Todo lo contrario.

OPINIÓN | En días pasados el Estado colombiano dio respuesta e hizo observaciones por escrito al informe presentado al Consejo de Derechos Humanos por el relator de la ONU sobre defensores de derechos humanos, Michel Forst, sobre su visita a Colombia en el mes de diciembre de 2018.

En primer término, sorprenden el tono agresivo del Gobierno y las afirmaciones contenidas en el documento enviado por el Estado al Consejo de Derechos Humanos. En su respuesta, sin los eufemismos a los que nos han acostumbrado en esta administración, el Gobierno utiliza adjetivos y hace juicios de valor sobre el informe y lanza descalificaciones, negando la grave situación y las cifras de defensores asesinados.

El tono se parece más bien al que usualmente emplean Estados que Colombia califica como “antidemocráticos” o “dictaduras”, que no desean “la intromisión” del sistema de derechos humanos de la ONU, y que han demostrado su absoluta falta de colaboración con los procedimientos especiales, como Venezuela o Nicaragua, por solo mencionar algunos de la misma región geográfica.

Matar al mensajero

La respuesta colombiana no es solo agresiva e inusual para un Estado que dice colaborar con el Consejo y sus procedimientos, sino que de manera frontal intenta, en mi opinión sin éxito, deslegitimizar al informe y al relator: al mensaje y al mensajero.

Y lo hace acusando al experto francés de parcialidad, falta de rigurosidad, omisión de información proporcionada por el Estado, de apoyarse únicamente en cifras de la sociedad civil, de hacer afirmaciones infundadas  basadas en juicios de valor, de desconocer los esfuerzos realizados por el actual Gobierno y de actuar fuera de su mandato sin tener en cuenta el espíritu de cooperación que deben seguir los procedimientos especiales del Consejo y del propósito supuestamente acordado para la realización de la visita a Colombia.

Hay que recordarle al Gobierno que la misión de los relatores no es la de elaborar sus informes solo con base en cifras y datos proporcionados por el Estado: los expertos de la ONU consultan diferentes fuentes, están debidamente informados y verifican los datos utilizados. Colombia, sin embargo, solicita en varias oportunidades retirar del informe afirmaciones, cifras y datos, y exige al relator ofrecer explicaciones en público y en privado.

En su respuesta, el Gobierno nacional “rechaza tajantemente” afirmaciones de Forst a las que califica de “graves e irresponsables”, “ajenas a la realidad del contexto nacional” o “equivocadas e injuriosas”, acusa al experto de no aportar “suficiente sustento fáctico” y de “realizar señalamientos” y se queja de que el informe refleja “una actitud crítica y política”.

El Gobierno le dice además al relator que “referirse a los resultados que obtuvo el plebiscito por la paz afirmando que el debate sobre los derechos de las personas LGBTI ‘pareciera haber influido’ el resultado es irresponsable, carece de fundamento, es una impresión personal, y además hace que el Relator tome parte en un debate doméstico de posiciones políticas, que hace muy cuestionable su parcialidad”.

Colombia, el mal alumno enfrascado en la discusión de las cifras

Pero, más grave aun, en cuanto a las cifras citadas en el informe por el relator sobre los asesinatos, amenazas y las problemáticas que afectan a los líderes sociales y defensores de derechos humanos y excombatientes de las extintas FARC-EP, el Gobierno asegura que el relator no aporta una fuente confiable para soportar la gravísima afirmación de que “Colombia sigue siendo el país con el mayor índice de asesinatos de personas defensoras de derechos humanos en América Latina”.

El Estado se empeña en tratar de demostrar que se ha presentado una disminución de los asesinatos, con base en las cifras que en su momento fueron anunciadas en más de una oportunidad por el exconsejero presidencial para las Relaciones Internacionales y Derechos Humanos, Francisco Barbosa, hoy elegido fiscal general de la nación. Lo anterior a pesar de la muy dudosa rigurosidad ya demostrada por diferentes organizaciones y analistas nacionales sobre una tal disminución y por la metodología utilizada por el exconsejero.

El Estado exige al relator que, si insiste en mantener en su informe estas cifras, explique de manera detallada la metodología estadística aplicada para llegar a sus conclusiones y que aclare si los datos son uniformes, homogéneos y en consecuencia comparables.

Como lo expresa el experto en su reporte, es lamentable que la discusión sobre las cifras desvíe la atención y los esfuerzos de las cuestiones claves para lograr un ambiente seguro y propicio para la defensa de los derechos humanos en Colombia, cuya respuesta no contribuye ni a esto, ni al diálogo, ni a fortalecer el sistema internacional de derechos humanos.

Ese memorial de agravios presentado en contra del relator muestra una vez más el doble discurso al que nos tienen acostumbrados las autoridades colombianas, y su verdadera opinión sobre los procedimientos especiales del Consejo de Derechos Humanos: Colombia no se presenta como un Estado amigo o colaborador con el sistema internacional de derechos humanos.

Maina Kiai, quien de 2011 a 2017 fue relator de la ONU sobre los derechos a la libertad de reunión pacífica y de asociación, llamó “fertilización cruzada” al hecho de que los Estados aprenden del mal ejemplo de los otros: “Si ellos pueden eludir las consecuencias de hacer eso, nosotros también podemos”.

Y eso es precisamente lo que ofrece la respuesta de Colombia: un mal ejemplo para el comportamiento y la colaboración con los relatores y el Consejo.

Otra debería ser la actitud, alejada de la defensa de las cifras del exconsejero presidencial: debería enviar una fuerte señal de respaldo al informe del relator y entablar un verdadero y franco diálogo con él y su mandato.

A los líderes sociales es a los que peor les va

Forst expresa de manera clara que el grupo de defensores en mayor riesgo es el de los líderes y lideresas sociales, de quienes defienden los derechos humanos en zonas rurales, y aquellos que defienden el Acuerdo de Paz, la tierra, los derechos de los pueblos étnicos y el medio ambiente, que se ven enfrentados  a los intereses de “grupos criminales, grupos armados e ilegales, y frente a los intereses de actores estatales y no estales como empresas nacionales e internacionales y otros grupos de poder”.

Pero el Gobierno lo que hace es acusarlo a él de poner en riesgo a defensores por el solo hecho de mencionarlos en el informe, cuando en general el hecho de hacerlo puede, por el contrario, protegerlos: nombrar a un defensor u organización, con su autorización, es en ocasiones la única vía de hacer visible la situación particular y es una de las funciones de los procedimientos especiales del Consejo de Derechos Humanos.

Lo que sí pone en peligro a los defensores, líderes sociales y excombatientes de las FARC-EP es negar la gravedad del fenómeno, las cifras de muertes de defensores y de impunidad del 95 %, la estigmatización por parte de dirigentes políticos, funcionarios públicos, y la evidente ineficacia de las medidas adoptadas.

El Gobierno de Colombia debería concentrase en implementar medidas para combatir estos flagelos, ofreciendo soluciones concretas en las zonas rurales, en colaboración y coordinación con las comunidades y grupos afectados, en vez de tratar de manera infructuosa de convencer a la comunidad internacional y al Consejo de Derechos Humanos con su argumentación.

No lo logrará: en manos de los Estados que apoyan la implementación del Acuerdo de Paz hay información que demuestra la grave situación de los líderes, lideresas, defensores y comunidades, como lo muestra el informe que será presentado al Consejo el próximo 4 de marzo.